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lunes, 1 de septiembre de 2014

GRADO DECIMO -- REALIZAR GLOSARIO O PALABRAS DESCONOCIDAS PARA EL VIERNES

http://www.joanmaragall.com/fronesis/11/letrasup/seresproblema.htm


EL PROBLEMA DEL SER
COMO PROBLEMA CAPITAL DE LA FILOSOFÍA
por Juan Manuel del Moral

    Desde el comienzo de la filosofía, el problema del ser representó el asunto capital del pensar. La pregunta por el origen de todas las cosas es la cuestión fundamental que se plantea el pensamiento griego presocrático: la pregunta por el arché, por el ser primigenio de donde todo proviene, la cuestión relativa a la estructura del universo entendido como un todo, las primeras cosmologías, las concepciones metafísicas iniciales. Puede decirse que la filosofía entendida en un sentido muy general como la reflexión del hombre sobre sí mismo y sobre el mundo es tan originaria como la humanidad pensante misma, pero es en Grecia donde el asombro despierta el interés racional y donde surge por lo tanto en sentido estricto el pensar filosófico en cuanto tal. Se trata del pensamiento teórico, que no está sometido al servicio del hacer y que tiene como objeto lo más general, el ser, lo que es común a todas las cosas. Fue, como sabemos, la escuela de Mileto la que marcó el inicio de la historia de la filosofía. Bajo la dirección de la pregunta por el principio generador de todos los entes, los filósofos jónicos trazaron el rumbo de todo el pensamiento presocrático.

Con Platón y Aristóteles se abre una nueva ruta de reflexión y análisis. Ya no se trata propiamente de la pregunta por el principio de todo lo que existe en el sentido de la sustancia o actividad de donde todo se deriva, sino de la acuñación de los conceptos racionales mediante los cuales pueden ser representados los aspectos que son comunes a todas las cosas: el ser de los entes. Las Ideas platónicas son las formas universales de las que participan los entes individuales, por eso el asunto central de la doctrina del eidos estriba en la determinación de los distintos modos en que puede explicarse dicha participación. Con Platón se inaugura como tema fundamental de la filosofía el cultivo del planteamiento de este problema: ¿qué relación se da entre lo inmutable y eterno (el mundo eidético) y lo variable y finito (el mundo empírico). Aristóteles, por su parte, denominófilosofía primera a la ciencia de los primeros principios y las primeras causas. A ella pertenece necesariamente la reflexión sobre Dios como causa primera, la teoría del motor inmóvil. Pero también le concierne la elaboración de los conceptos más generales a partir de los cuales puede ser aprehendido el ser de los entes (las categorías). Teología y ontología constituyen, pues, las dos direcciones en que Aristóteles desarrolla la filosofía primera. Esta duplicidad habrá de resultar decisiva en el desenvolvimiento de la filosofía subsiguiente; de ella proviene la esencia ontoteológica de todas las metafísicas posteriores.

No obstante, Aristóteles nunca escribió el tratado de Metafísica que conocemos. Los catorce libros que componen dicho texto fueron reunidos después de su muerte, tomándose como criterio las conexiones y puntos de contacto entre materiales que habían sido redactados en tiempos y circunstancias distintas y con propósitos muy diversos. No es entonces que la teología y la ontología fuesen desarrolladas desde la perspectiva de su articulación unitaria, sino que se trata de dos momentos diferentes de la producción intelectual aristotélica: la teoría del motor inmóvil corresponde a los escritos tempranos, al período en que Aristóteles era todavía miembro de la Academia de Platón, la teoría de las categorías y su orden, pertenece en cambio al Aristóteles tardío. Con todo, la doble dirección (ontología y teología) de los estudios que fueron compilados bajo el nombre de Metafísica —cuya acuñación no designa más que el lugar en que fueron colocados en la edición de Andrónico de Rodas: los escritos que siguen a los tratados de física— esta doble dirección marca la pauta de la filosofía posterior. Pues a pesar de que el nombre de “metafísica” no se deriva del contenido temático de los escritos aristotélicos editados bajo dicho título, pronto aparecieron las justificaciones de su pertinencia: la metafísica entendida como doctrina de las cosas que están más allá de la física, las cosas suprasensibles. Esta acepción domina por entero la historia de la filosofía occidental. Metafísica es desde entonces el conocimiento del ente en cuanto ente y del ente en total, lo mismo que el conocimiento del ente supremo a partir del cual se determina el ente en total: Dios, lo más elevado de todas las cosas. El problema de la falta de una suficiente aclaración de la conexión entre ontología y teología en la metafísica aristotélica encuentra su pretendida superación en la metafísica cristiana. La totalidad de los entes pasa a ser dividida en tres grandes regiones: Dios, la Naturaleza y el hombre. De estas tres regiones se ocupa respectivamente la teología, la cosmología y la psicología, juntas forman la llamada metaphysica specialis; mientras que del estudio del ente en cuanto ente, el ente en general, se ocupa la metaphysica generalis.

Con el advenimiento de la modernidad surge la preocupación por fundamentar la metafísica como ciencia rigurosa. La búsqueda de los criterios de certidumbre del conocimiento representa la problemática central de la filosofía moderna, en torno a ella giran las principales discusiones entre los autores más representativos de la época. Se exige para la metafísica un rigor y una solidez semejantes a las de la física. Se piensa que la matemática concebida como ciencia universal del orden puede proporcionar el cumplimiento de esa exigencia. En los siglos XVII y XVIII el cultivo de la metafísica atiende principalmente al establecimiento de los criterios normativos del saber y de las posibilidades de su aplicación fuera del mundo empírico. ¿De qué se puede tener certidumbre y cuáles son sus límites? Esta nueva orientación del quehacer metafísico, que antes de dirigirse a su objeto se cuestiona sobre las condiciones de posibilidad de su conocimiento, tiene como fundamento la nueva posición que el hombre pasa a ocupar en el mundo moderno. La modernidad es el movimiento de la liberación del hombre de la autoridad de la Iglesia y de la fe y, como consecuencia de esta liberación, el surgimiento de una nueva posición en la que la única autoridad que se reconoce es la de la razón fundada en sí misma. La figura del ego cogito cartesiano como fundamento único de certidumbre constituye el reemplazamiento del Ente Supremo de la metafísica medieval por la Razón como instancia única de legitimidad y de validez en toda empresa del conocimiento. Sólo es verdadero aquello que es transparente a la razón, aquello que la razón puede poner a disposición del representar humano y mantenerlo dentro de los límites de su certeza, cuyas reglas provienen de la razón misma. La consolidación de la física-matemática moderna como modelo de cientificidad pone en circulación la convicción de que el éxito de toda empresa cognoscitiva depende del proceder metódico y del rigor sistemático de su realización.

La confianza en el poder de la razón regida estrictamente a partir de reglas que se fundan en ella misma, abre el camino a la idea de que ningún sector de la realidad, tampoco el de los problemas de la metafísica, puede resistirse a su potencia y capacidad. Pero igualmente da lugar también a la creencia de que la auténtica y única función de la razón es la auscultación de la naturaleza y su disposición al servicio del hombre. Mientras el siglo XVII se distingue por la aspiración a la construcción de grandes sistemas metafísicos, el XVIII se caracteriza por la posición contraria, por acabar por ver en el cultivo de los problemas metafísicos tradicionales un campo temático inútil y sin sentido. En lugar de las explicaciones generales sobre la esencia de las cosas o sobre la búsqueda de sus causas últimas, la atención del hombre debe concentrarse en la simple observación de los fenómenos y de sus encadenamientos empíricos. El materialismo mecanicista del siglo XVIII surge como una reacción contra la metafísica anterior. Todos los procesos de la naturaleza, todo el orden de las cosas se reduce por completo a la materia y a su movimiento. Los problemas relativos al mundo suprasensible son pseudoproblemas. La esfera de lo que se suele denominar espiritual no es más que un epifenómeno del acontecer material. No hace falta reflexionar mucho para advertir que esta nueva visión no supone la cancelación de la metafísica en cuanto tal, sino que constituye más bien la sustitución de una metafísica por otra, en la medida en que se trata de la elaboración de una nueva concepción de la totalidad de lo existente.

Este es el estado de cosas con el que se encuentra Kant. Por un lado la existencia de grandes construcciones metafísicas inconsistentemente elaboradas debido a la ausencia de una previa crítica de los alcances de la razón humana: una metafísica dogmática –dirá Kant. Por el otro, la convicción de que la metafísica en cuanto tal, catalogada tradicionalmente como la reina de las ciencias, constituye de suyo un campo de problemas sin sentido o una empresa imposible para la razón humana. Fue Hume, dice Kant, quien lo hizo despertar de su sueño dogmático. Kant se apropia por su cuenta del propósito principal que Hume se planteó respecto de la construcción de una ciencia de la naturaleza humana: la determinación de los alcances y límites de la razón. La Crítica de la Razón Pura tiene como objetivo capital responder a la pregunta por las condiciones de posibilidad internas de la metafísica mediante el análisis riguroso del uso de la razón respecto de los problemas que trascienden la esfera del mundo empírico. Como sabemos, la conclusión a la que llega Kant es negativa: el uso especulativo de la razón no puede conducir a conocimientos firmes, la metafísica no es posible como ciencia. Este resultado, sin embargo es altamente provechoso: la razón humana obtiene un gran beneficio, dice Kant, si es capaz de establecer la línea de demarcación entre lo que se puede saber legítimamente y lo que no. Por otra parte, no queda excluida la metafísica en su totalidad. La única dimensión en la que la razón no puede tener control de su propio desempeño es sólo la metaphysica specialis (el conocimiento del ente suprasensible) no así la determinación del ente sensible: la metaphysica generalis. En la propia búsqueda del establecimiento de los límites y alcances del conocimiento reside el carácter ontológico de la investigación emprendida por Kant. Pues no se trata sólo y exclusivamente de la determinación de la capacidad de nuestras facultades cognoscitivas, sino también y en la misma medida de la determinación de la naturaleza y estructura del objeto del conocimiento. En ese sentido, la Crítica de la Razón Pura es una ontología del ser del ente empírico en su totalidad.

Con Kant se inicia el movimiento del denominado idealismo alemán. Fichte, Schelling y Hegel son sus principales exponentes. El desarrollo de la filosofía trascendental iniciada por Kant y la búsqueda de las condiciones de la fundamentación de la metafísica como ciencia siguen siendo la tarea principal. Es Hegel la figura predominante. El denominado sistema de la dialéctica especulativa es la elaboración última que la filosofía hegeliana ofrece como la fundamentación y el establecimiento definitivo de la metafísica como ciencia. La auténtica figura en que existe la verdad no puede ser más que el sistema científico de ella, pues lo absoluto es concepto y en esa misma medida la exposición sistemática es su única representación adecuada. Hegel estaba convencido de que todo el pensamiento anterior no era más que el camino que conducía a su sistema, presentado como la verdadera realización de la filosofía. Por eso el sistema hegeliano representa la figura en la que la metafísica llega a su consumación propiamente dicha: lo absoluto puede ser objeto legítimo de conocimiento. Pero lo absoluto no es lo suprasensible puro trascendente al mundo; lo absoluto es inmanente a lo finito y empírico y tiene en esta dimensión su única y auténtica realidad.

Ahora bien, el pensamiento hegeliano es el último gran sistema de la historia de la filosofía. Fuera de los ulteriores intentos de Husserl de establecer en el método fenomenológico la constitución de la filosofía como ciencia, prácticamente todo el pensamiento posterior al idealismo clásico alemán se caracteriza por rehuir del espíritu de sistema. En Marx, Nietzsche y Kierkegaard, la filosofía hegeliana encuentra sus más inmediatos oponentes. Los dos primeros por cuanto reniegan del carácter teológico de toda la metafísica, incluyendo la de Hegel; Kierkegaard, al contrario, porque coloca el valor de la fe por encima del saber. Al margen de sus diferencias, las posiciones marxista y nietzscheana comparten un propósito común: la desmitificación de la metafísica como conocimiento de lo suprasensible y de su necesidad. Pero se trata estrictamente de la metafísica tradicional, no de la cancelación de toda ontología en cuanto tal. Independientemente de las discrepancias de Marx con Hegel, el pensamiento marxista se mueve dentro de la órbita de la dialéctica hegeliana. Mediante la inversión de ésta, el marxismo elabora una nueva ontología del ser social en oposición a las interpretaciones metafísicas de la historia, cuyo último ejemplar es la de Hegel. Es indiscutible que se trata de un rompimiento con la filosofía tradicional, pero no en manera alguna de la negación de la validez de toda ontología. Lo mismo pasa con Nietzsche, cuya teoría de la voluntad de poder es la concepción ontológica que Nietzsche ofrece a cambio de la metafísica tradicional a la que fuertemente se opone: la negación del mundo suprasensible, la reducción de la totalidad de lo existente a la esfera del mundo empírico concebido como el único mundo real.

Por el lado del positivismo la reacción contra la metafísica tradicional tiene sus propias peculiaridades. El positivismo refrenda las mismas objeciones del materialismo del siglo XVIII: debe prohibirse a nuestra inteligencia toda investigación sobre las causas últimas de los fenómenos, éstos están sujetos a cierto número de leyes invariables que no son otra cosa más que las relaciones constantes de semejanza y sucesión que los hechos tiene entre sí, el objeto del conocimiento se circunscribe al ámbito de las relaciones empíricas. El positivismo no desecha la metafísica por considerarla imposible para la razón humana, sino por pensar que la pretensión de ir más allá de los hechos constituye un paso en falso de nuestra razón. No es que el conocimiento metafísico le sea inaccesible al hombre, lo que sucede es que más allá de la experiencia no hay nada que buscar. Todo lo que existe es físico y como tal pertenece al complejo de la naturaleza. Pero esta concepción fisicalista o naturalista es ya por sí misma una concepción ontológica del ente en su totalidad. Todas las posiciones que niegan la validez de la metafísica como conocimiento de lo suprasensible y restringen la totalidad del ente al mundo empírico no dejan de ser, por ello mismo, posiciones metafísicas. También el neopositivismo o positivismo lógico —al sostener que además de las proposiciones formales (las de la lógica y la matemática pura) las únicas proposiciones significativas son las proposiciones fácticas, es decir, las que son verificables empíricamente— al sostener esto, asume necesariamente una posición ontológica que consiste en recortar la totalidad de lo real en la totalidad de los hechos.

En este recorrido histórico sobre el concepto de metafísica la figura de Heidegger no puede faltar. Se trata de un pensador cuya producción intelectual entera está dedicada a los problemas de la ontología. Desde El ser y el tiempo toda la obra de Heidegger se caracteriza por llevar a cabo una interpretación crítica de la historia de la metafísica a partir de lo que su autor denomina la experiencia fundamental del olvido del ser. El olvido del ser es para Heidegger el olvido de la diferencia ser y ente, y abarca la historia entera de la filosofía. Toda metafísica desde Aristóteles hasta Nietzsche, dice Heidegger, en la medida en que concibe el ser como fundamento, piensa el ser desde su referencia al ente. Pero el olvido del ser en cuanto tal no es una omisión de la metafísica en el sentido de un defecto o error, sino un rasgo de su naturaleza propia. La metafísica, concebida desde Aristóteles como indagación de los primeros fundamentos y causas, es, para Heidegger, una dimensión cerrada a la posibilidad de la experiencia del ser como develamiento.

Heidegger hace hincapié en que desde su comienzo propiamente dicho, con Platón y Aristóteles, la metafísica se inscribe en el ámbito de la interpretación técnica del pensar. La filosofía es concebida como “técnica de aclaración desde las últimas causas... el procedimiento del meditar se pone al servicio del hacer y del ejecutar”. Este fenómeno también está ligado al olvido metafísico del ser: “el ser como elemento del pensar ha sido abandonado en la interpretación técnica del pensar” a la cual pertenece originariamente la metafísica. Por eso el olvido del ser no es una limitación de ésta que pueda corregirse dentro de ella misma. La experiencia del ser como develamiento representa un salto fuera de la dimensión del pensamiento tradicional.

No es extraño, entonces, que para Heidegger la consumación de la metafísica sea el dominio planetario de la técnica contemporánea. Sólo a la luz de la interpretación de la metafísica como técnica de aclaración de fundamentos y causas puede entenderse cómo y por qué Heidegger declara que la consumación de la metafísica es la cibernética, que esta consumación es la reconcentración de sus posibilidades más extremas y que por ello es menester salir de la dimensión técnica del pensar, es decir, salir de la metafísica, en cuyo final se encuentra situado el hombre contemporáneo. Toda reflexión sobre lo que ahora es, dice Heidegger, sólo puede prosperar si se mantiene un diálogo con la historia de la filosofía, pues en la configuración científico-técnica del mundo contemporáneo se cumple en su máxima plenitud el sentido esencial de todo el pensamiento filosófico occidental en su conjunto. La importancia que Heidegger le atribuye a la modernidad a este respecto es decisiva. La modernidad abre el ámbito del dominio técnico del mundo, cuyo despliegue planetario se consuma en la época actual. La agudeza de Heidegger estriba en desentrañar el sentido ontológico de los fenómenos que caracterizan la época moderna y mostrar la pertenencia esencial de la configuración del mundo contemporáneo al proceso histórico que se inicia con ella. Según él, sólo a la luz de una reflexión sobre el significado de la técnica como destino histórico, cuyo origen se remonta a la antigüedad clásica y cuya consumación se inicia en la modernidad, puede el hombre actual hacerse cargo de su situación histórica fundamental.

Otra figura importante, respecto del significado y sentido del concepto de metafísica en el panorama de la filosofía actual, es Bergson. Seguramente se trata de un pensador de menor estatura que Heidegger y por lo mismo menos leído y menos nombrado, pero al fin y al cabo de un filósofo que asume una posición propia. Para Bergson la tarea principal que le corresponde a la filosofía por lo que respecta a la metafísica es su deslinde de la ciencia positiva. El conocimiento, dice Bergson, transita en dos direcciones completamente distintas: una es la de la disposición de su objeto en vista de la medida, a través de relaciones y comparaciones; la otra es la interiorización directa e inmediata en la esencia del objeto. El primer método, agrega Bergson, conviene al estudio de la materia y el segundo al del espíritu. Bergson denomina respectivamente ciencia y metafísica a estos dos conocimientos.

La dirección que sigue el conocimiento cuando procede a establecer relaciones y comparaciones a través de las cuales describe y analiza su objeto, desemboca en la obtención de un saber meramente relativo del mismo, pues todo análisis es, dice Bergson, una traducción, un desarrollo a través de símbolos por cuya mediación expresamos una cosa en función de lo que ella no es, a diferencia del otro camino que consiste en instalarse de un salto en el interior del objeto y en virtud del cual se alcanza la aprehensión de su esencia absoluta. En esta dirección no se requiere de símbolos ni de esquemas de traducción ningunos, aquí opera sólo la intuición como un acto puro por medio del cual se aprehende de manera directa e inmediata lo que la cosa tiene de única e inexpresable. La ciencia positiva, dice Bergson, trabaja ante todo sobre símbolos, la metafísica en cambio es una ciencia que puede prescindir de ellos.

Hay por lo menos una realidad que todos aprehendemos desde adentro, por intuición y no por simple análisis. Se trata de nuestro propio ser en su fluencia a través del tiempo. Este es el auténtico objeto de la metafísica: nuestro yo como “yo que dura”, el tiempo como tiempo vivido, como duración pura, cuya esencia no puede ser captada más que por intuición. Esta intuición reside ante todo en la duración interior, es, dice Bergson, “la visión directa del espíritu por el espíritu”. Bergson hace hincapié en la necesidad de pensar la esencia del tiempo fuera del horizonte de la ciencia positiva. Sostiene que el pensamiento científico como prolongación del uso de la inteligencia al servicio de la vida proporciona un concepto de tiempo inerte y vacío que nada tiene que ver con el tiempo real, con la duración pura. La metafísica tiene su propio objeto y su propio método, es un error querer fundarla a partir del modelo proporcionado por la idea de la ciencia.

El recorrido que hemos hecho muestra claramente la importancia del quehacer de la metafísica a lo largo de toda la historia de la filosofía. Indudablemente falta la incorporación de muchos nombres, como hacen falta también muchos pormenores, matices y precisiones, pero es un hecho que los autores aquí mencionados representan las figuras más relevantes de la filosofía occidental.


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